¡Fatonio,
Fatonio, levántate, levántate; están tumbando al dictador! Logré escuchar decir
a la prima Omaira, mientras movía mi chinchorro suavemente, tratando de
despertarme, a eso de las cuatro de la madrugada.
Todavía
adormitado, le pregunto: ¿Qué pasa, qué quieres?
Párate,
que todo el mundo está en la calle celebrando la caída de Pérez Jiménez, vamos
pa' la calle. Insistía la prima, mientras movía otros chinchorros de quienes
también dormían en el amplio corredor de la casa.
Lentamente,
con la flojera del niño somnoliento, y sin comprender la causa de tanta prisa
para levantarme, fui al chorro de agua instalado en el patio, para lavarme; y
nerviosamente logre ponerme los pantalones, la franela y mis alpargatas para
salir de la sala; desde donde podía oír mucha bulla de la calle y un tenue olor
a humo de candela.
¡Vente,
apúrate! Me decía la prima, mostrando interés en que la acompañara hasta donde
había una multitud de personas dispersas en la esquina de la bodega de
Espinoza, en la calle Gabante, cruce con la calle Salóm, en frente, donde
estaban las paredes en ruinas de lo que hoy es la Sociedad Socorro Mutuo.
Allí estaban personas mayores, hombres y mujeres conocidas del céntrico sector del pueblo, lanzando palos, sillas y trastos viejos; también unas fotografías enmarcadas del Teniente Coronel Marcos Pérez Jiménez, a un candelorio en medio de la calle de tierra, que alumbraba las cuatro esquinas. Celebraban con euforia, gritando: ¡Fuera el dictador! ¡Se acabó la tiranía! ¡Viva la democracia! Mientras la candela destruía lo que por ocho años adornó las oficinas de gobierno y algunas paredes de los zaguanes de las coloniales construcciones de Tucupido, estado Guárico.
Entre
las personas que pude reconocer estaban: Don Ramón Díaz, Carlos Casado, Alcides
León, Juan Robles, Antonio Tinedo, José Espinoza, Amadeo (El Chingo) Molfese,
Filiberto Rangel, Gilberto González, Don Morocho Silva, José Manuel Rodríguez,
Carlitos Moreno; y otros tantos en compañía de las mujeres: Rosa Casado,
Estefanía González (la abuela), Doña Julia de Robles, Doña Hipólita Moreno,
Empera de Díaz, Marbella de Casado, Mercedes Moreno, Celestina de Tinedo, Ana
González (Tía Anita), que conformaban la enardecida multitud; donde también se
encontraban niños de mi edad: Antonio y Zoraida Rengifo, Yofre Tinedo, Luis
Jiménez, Nelson, José y Miguel Hernández; mi prima Omaira Tinedo, joven
impetuosa, que atizaba los ánimos de los manifestantes con enérgicos gritos;
entre otros.
Mientras
pasaba la madrugada, el fuego también se debilitaba, ya no había objetos que
lanzar a la hoguera; pero, lo que no acababa eran las consignas alusivas a la
libertad, a la democracia y los ¡Viva Venezuela!, de forma continua. Por
instantes se escuchaban breves expresiones de rencor contra el régimen que
culminaba; cortas historias relataban un hecho concreto de represión contra uno
u otro de los presentes, que en alguna oportunidad les propinó algún
funcionario del gobierno, o la policía local. Poco a poco, con apenas nueve
años de edad, fui comprendiendo aquella actitud de los adultos. Celebraban la
caída de un régimen opresor, dirigido por un militar tirano y sus secuaces.
Con
la confusión todavía en mi mente por todo aquello que vieron mis ojos en la
madrugada del 23 de Enero del año 1958; y que también ocurría en otras esquinas
de la población, los recuerdos fueron llegando a mí mente, motivados por las
cortas historias que daban los enardecidos vecinos mientras atizaban la
candela, ya convertida en cenizas.
Comencé
a comprender por qué el policía Eduardo Barrios, a quien llamábamos el tuerto,
nos corría con frecuencia del sitio donde jugábamos metra; o nos llegaba una
patrulla cuando estábamos jugando “policía y librado", zamurito o
guataco; o en el mejor de los casos, jugando fútbol en la calle Zaraza,
al lado de la cañada.
En
la casa donde hoy vive la familia Malpica había un techo de mediagua, sin
paredes y con el piso de tierra; era el sitio de encontrarnos para jugar
metras, trompo y gurrufío. Cerca de veinte muchachos pasábamos gran parte del
día, luego de regresar de la escuela, hasta que el fornido y alto policía nos
llegaba de sorpresa para dispersarnos y acabar con el juego. Nunca entendimos
la razón, hasta que escuché las expresiones de aquellos manifestantes: ¡Se
acabaron las persecuciones, ahora somos libres, podemos hacer lo que queramos,
sin vigilancia de policías sapos!
Pero,
¿Qué relación tenía aquella manifestación de desahogo con nosotros los párvulos
de 7 a 9 años, para entonces? Claro, éramos la semilla de la democracia, no
convenía que nos aglutináramos en reuniones, podíamos comenzar a pensar en
grupos. Delicado para el régimen.
Pude
imaginar en ese momento las complicaciones que en esos días pudo haber tenido
mi tía Ysabel, quien se encontraba en Caracas para viajar a los Estados Unidos
con su esposo Walter Walker Hyman, trabajador de la compañía petrolera Atlantic
Venezuela, junto con sus tres pequeños hijos Elizabeth, Walter y Miriam;
quienes viajaron desde la ciudad de Maturín y fueron reubicados en el hotel
Tamanaco de Caracas debido a que el vuelo para Houston fue suspendido por los
acontecimientos que estaban ocurriendo en todo el país.
Cuenta
Ysabel que, “En una de esas noches, entre el 23 de Enero y 27, fuimos
desalojados de un hotel del centro de la ciudad para trasladarnos al Tamanaco
porque había mucha confusión, se escuchaban disparos y se corrió el rumor que
buscarían a los norteamericanos para deportarlos del país; pero, nosotros ya
estábamos preparados para salir de viaje por razones naturales. Mi esposo
decidió viajar a Houston para establecernos por allá con la familia porque el
contrato de la compañía se había acabado. Salimos el 28 de Enero del año 1958”.
Tía
Ysabel vive en Estados Unidos desde hace 54 años; y se hizo ciudadana
norteamericana.
El
impacto de aquellos actos libertarios y la sucesión del dictador lo fui
asimilando desde mi escuela, y también desde mi casa. En el grupo Escolar
“Narciso López Camacho”, a la semana siguiente se sintieron cambios importantes
bajo la dirección del maestro Luis Manuel Escalona. La emblemática institución,
que albergaba a la gran mayoría de niños y niñas de la rural población de
Tucupido, comenzó a aumentar la matricula, la jornada escolar, que era de un
solo turno para todos los alumnos (mañana y tarde), pasó a dos turnos para
incluir más estudiantes.
Temerario
es forzar la memoria con el temor de dejar de mencionar personajes o amigos,
con quienes compartí mis primeros estudios, pero, puedo recordar a las maestras
Carmencita Arveláiz, Onofre Martí, Luisa Margot de Panzarelli, Olga de Lozada, Ligia
de Cachut, Ysabel de Toro; y otros docentes, de quienes tome enseñanzas muy
puntuales para mi futura formación. De allí mis recuerdos.
Pero,
cómo no hacer honor a los amigos y amigas de infancia, con quienes compartí
desde el primer grado hasta el sexto. Por ejemplo, las hermanas María y Luisa
Quintana, Luis Carpio, Melecio Campos, Digna Luna, Jesús González, Elisa Palma,
Rafaelito Palma, Kike Corales, Aracelis Gómez, Emilio Soler, Numa Topochito,
Omar Catanaima, Enrique Solórzano, Pedrito Maestre, Daniel Pérez, Carlos
Infante, Elpidio Requena, Omaira Reinefeld, América Brito…; sin contar la
estrecha relación que teníamos los niños del barrio, entre los cuales estaban:
Antonio Rengifo, Jesús y Héctor, José Hernández (Joselaperra), Chito Hernández,
Miguel Hernández (Borrachito), Ciro Ruíz, Freddy Jiménez (Negromalo), León Mass
Aquino, Antonio José y Carlitos Arveláiz, Juan Camero, Jofre y Nino Tinedo, el
Negro Tinedo. Entre estos, y otros más, debo contar la presencia del primo
Tomás González, quien era mucho mayor que todos nosotros, pero siempre nos
acompañó en las andanzas. Era un niño más.
Con
ambos grupos, en tiempos y actividades diferentes, fuimos interactuando durante
la infancia. En el ambiente escolar era muy frecuente visitar las casas de algunos
compañeros de clases para hacer las tareas asignadas, realizar los dibujos,
aprender el uso del diccionario, forrar los cuadernos y distraernos con algún
atractivo que ofrecía la casa anfitriona. Si no era para observar los
animalitos que criaban en cada una de ellas, como loros, pericos, turpiales,
cochinos, perros, entre otros; era para tumbar los mamones, las cerezas
españolas, ciruelas, jobos, riñones, guanábanas, etc., del patio. Siempre había
una distracción luego de las tareas escolares.
El
otro ambiente era el del ocio, ya no había tarea escolar ni estudio; lo
divertido era salir de la casa con los amiguitos, vecinos; residentes de las
calles Salóm, Gabante, Ricaurte, Centeno, Zaraza; donde se encontraba el grupo
más cercano que se juntaba en cualquiera de las esquinas para salir a recorrer
el monte que rodeaba a Tucupido: la laguna de Rivero, el bajo de la nueva, la
represa vieja, el río Tamanaco; en fin, no había sitio que se quedara sin
visitar por este grupo de amigos. Y cada uno de ellos tenía un atractivo
diferente. Entre los que resaltan bañarse en las aguas de la pequeña laguna de
Rivero, en los caños de la represa vieja, o el desafío de llegar al tapón de la
represa nueva.
Éste
era el grupo del barrio, como también existían los grupos en otros sectores de
la población, con quienes nos fuimos relacionando por intermedio del deporte,
de los juegos tradicionales o, a través de las concentraciones que siempre se
organizaban en la plaza Bolívar, en el cine, en el estadio o en la manga de
coleo. Eran las principales distracciones de los tucupidenses.
De
esta etapa quedó muy marcada la experiencia de las modestas condiciones
histriónicas que Dios y la naturaleza pusieron en mí: el canto.
Pero
no la interpretación profesional, más bien emocional; cantar por entusiasmo. Y,
tal vez por algunas de las directas o indirectas influencias que hicieron mella
en mi infancia; entre las cuales debo reconocer la de mi tía Anita, madre de
Ysabel, Raúl y Tomás; a quien todavía tengo en mente meciéndose en un chinchorro,
cantando las canciones del momento: tangos, rancheras, boleros, poesías, etc.
O, también, influenciado por la permanencia de una corneta de viento que
colgaba desde lo más alto de un roble en el patio de la casa de Acción
Democrática, en la calle Ricaurte, desde donde el negro Cabeza y otros
activistas no cesaban de colocar todo tipo de música para llamar la atención de
la gente, captando militancia. Pero, hay que aceptar, animaban el ambiente del
sector... aquello se oía lejísimo. Y los muchachos del barrio no escapábamos al
atractivo de ir a ver cómo era todo aquello.
Pero
también, gracias a la cercanía de mi casa de residencia, en la calle Salóm, con
la casual llegada del profesor Napoleón Baltodano, como inquilino a la casa de
al lado, donde por mucho tiempo vivió la familia Correa: Saturnino, doña Juana
Ledezma de Correa, y sus hijos Lucila, Cruz Amelia (la china), Nancy, Nino,
Olivia, Emilio Alfonzo (Poncho) y Saturnino (Nino). Acompañados siempre de
Felicia y su hija Rita. También vivió en esa casa el profesor Dobles y familia,
un español que fue Director del Liceo Nocturno; y luego fue la residencia de
Titino Toro y la maestra Ysabel de Toro.
Los
ensayos de los muchachos que más tarde conformarían la Banda de música del
pueblo era uno de los atractivos más emocionantes que ansiaba ver luego de
llegar de la escuela. Allí estaban: Lalito (Abelardo Baltodano), José Flores,
Nonó, Nelson Hernández, Andrés Navas (Palangana), Manuel Ruíz, Julio León,
Hernán Martínez (Perico), Chávez, José Sierra, Coquito, Celestino Catanaima,
Francisco Rodríguez (Ñemita); Manuelito y Rolando, que estaban dando sus
primeros pasos en la banda. Todos, dirigidos por el Maestro Baltodano, quien
sembró la semilla de la escuela de música que más tarde llevaría su nombre.
Fue
así como, con los ensayos voluntarios desde la mata e' tapara de mi casa,
colindando con el patio de la casa de Carmen Tinedo, la mamá de El Negro, Teca
y José; o en el copo del frondoso almendrón en la casa de Don Rafaelito Rengifo
y Doña Martina; padres de Josefa, Pérsida, Zoraida, Antonio, Jesús y Héctor. Y,
ocasionalmente en el precario baño a cielo abierto, con una regadera, cubierto
de láminas de Zinc; fui labrando un tono de voz que llamó la atención a mucha
gente. Siempre que había una reunión social de adultos me invitaban a cantar.
Para mí era un placer hacerlo a capela, o acompañado con un cuatro o una
guitarra.
En
una de estas invitaciones, fue la negra Felicia Rengifo, hija de doña Isidra,
residente de la calle Centeno; quien tuvo la voluntad de decirle a mi madre:
“Vamos a preparar a Fatonio para que le cante a Rómulo”.
No
lo pensaron mucho. En pocos días, previo a unos improvisados ensayos, estaba
vestido de liquiliqui blanco, con un pañuelo rojo al cuello, sombrero de
cogollo y alpargatas de suela. Era el atuendo para cantarle a Rómulo
Betancourt, quien visitaba Tucupido en una de sus campañas electorales. El
escenario fue un templete montado en el mismo patio donde estaban las
insistentes cornetas de viento que regaban música a todo el vecindario, todo el
día.
Con el tiempo pude darme cuenta del momento para el cual fui útil, o utilizado; con mi actuación se mataba el tiempo mientras el “Padre de la democracia” llegaba para decir su discurso. Pero, en honor a la verdad, puedo decir que la ventaja obtenida por aquella presentación, con el paso del tiempo, fue la oportunidad de ver muy de cerca a quien después de poco tiempo fuera el presidente de la república, en compañía del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, Jesús Ángel Paz Galarraga, José Ángel Ciliberto, y otros dirigentes de la tolda blanca, antes de la división. También puedo agradecer que a partir de allí comenzaron a llegar las invitaciones para cantar en otros escenarios, como el colegio de las monjas, María Inmaculada, donde además proyectaban películas cobrando un real (Bs. 0,50). Yo no pagaba, pero, en medio de la película, mientras cambiaban el rollo, me pedían cantar. Lo que siempre esperaba con cierto nerviosismo pero con ganas de hacerlo.
Creo
estas presentaciones, junto con las condiciones socioeconómicas de la familia y
los servicios de salud que mi madre prestaba a las monjas, sirvieron para que
mi hermana Zully fuese becada por las religiosas para cursar hasta el sexto
grado. También me invitaban algunas familias de la sociedad tucupidense de
entonces para oírme cantar; y tal vez, con el empeño de que sus hijos hicieran
lo mismo... Mera especulación.
Otro
de los beneficios de aquella presentación en AD fue haber sido seleccionado,
junto con mi amiga Jenny Malpica, hija de Tioco y Gladys, para cantar en la
celebración de los 200 años de la fundación de Tucupido, era el Bicentenario.
Para ese año, 1960, se celebró uno de los más concurridos reencuentros de los
hombres y mujeres del pueblo que, por una u otra causa, se vieron obligados a
mudarse a otros lugares, especialmente a Caracas, Valencia, Maracay, Puerto
Ordaz, etc. La reina de tan importante evento fue la siempre bella, Aminta
Guacarán; quien vistió elegante traje largo de color blanco para el momento de
su coronación, en la plaza Bolívar.
Era una mañana hermosa, un radiante sol, la plaza Bolívar llena de gente que vino de muchas partes del país con sus mejores galas matinales. AI salir la Misa de Acción de Gracias que oficio el Padre Zúñiga, comenzó el acto cultural previsto para tan importante celebración. El programa de la velada fue variado. Recuerdo al poeta Roque Peñalver, brindando los poemas de su inspiración a los presentes, grupos de danzas folklóricas que alegraron la mañana; Jenny Malpica demostró sus cualidades como la estrella infantil femenina; luego, acompañado por la Banda de Música, quienes vistieron uniforme de gala, me tocó salir con el mismo liquiliqui blanco para cantar “Campanera” pieza que interpretaba el cantante español del momento, Joselito.
Una anécdota que tengo de esta presentación es un cuento que siempre repite el conocido y apreciado amigo “mojón de tigre”, quien con su forma peculiar de contar historias, dijo: “Yo recuerdo esa vez, en el Bicentenario de Tucupido (1960), cuando cantabas en la plaza Bolívar; yo estaba entre la gente y dije: ¿Quién es ese carajito que canta tan lindo? Inmediatamente, detrás de mi sentí una voz recia y firme de mujer que dijo: “ese es mi hijo”. Era la voz de Blanca González, la enfermera de Tucupido, una pinga e' mujer (alta), que tenía detrás de mí". Cuenta Joseíto Jiménez.
Esta,
y otras experiencias, sirvieron para que el profesor Baltodano le hiciera la
proposición a mi madre de “pulirme” en el canto y orientarme hacia el mundo
artístico.
¡No
señor...!, dijo mi madre a su compadre Baltodano. “Mi hijo no se meterá en ese
mundo de perdición, de allí vienen las fiestas, los vicios, la radio, la
televisión...y dígame el cine...Yo no quiero eso para mi hijo, él estudiará y
será un profesional”.
Así
fue como no pude ir a “Radio La Pascua” a una presentación que había tramitado
el maestro Baltodano, para luego ir a la emisora de El Sombrero, donde también había
programas de música en vivo.
Es
poco lo que puedo decir al respecto por el amor y el respeto a mi madre. Tal
vez, la joven e impetuosa enfermera tenía sus razones, el tiempo se encargó de
aquello. Vale la sentencia: “Los tiempos de Dios son perfectos”.
El
entusiasmo por el canto sigue con el crecimiento del niño que, progresivamente,
va alcanzando la adolescencia.
Algunos
ya conocidos por la etapa de la escuela. Pero, resaltan los nombres que la
memoria con vida, tales como: el profesor Lermith Hernández, quien venía de San
Juan de los Morros a impartir clases de Inglés, lamentablemente fallecido en la
tragedia del Puente La Llovizna en el estado Bolívar (1964); el profesor Félix
Fariñas, con la matemática; Jesús Hernández, conocido en el ambiente
estudiantil como “flechita” por la forma de esquematizar la clase para llevar
el conocimiento de la Geografía y la Historia a sus alumnos. Volvemos a
encontrarnos con la maestra Luisa Margot de Panzarelli, ahora con el rol de
profesora de Castellano; Alfredo Cáceres, impartía las manualidades. Otros... Todos
bajo la conducción de Cesar Díaz Ledezma (maestro Díaz), el Director del Liceo,
quien además impartía clases de Geografía.
El
uniforme de los alumnos de entonces era un pantalón azul, con camisa blanca,
manga corta; mientras que las hembras vestían una falda-jumper blanca con
camisa roja. No había exigencias de modelos o colores de zapatos, ni de otros
atuendos, como insignias, morrales, etc. Así como en la primaria. Siempre fue
una gran alegría la compra de los útiles para iniciar el año escolar, sólo que
en esta oportunidad no había bulto ni la caja de colores; sólo los cinco
cuadernos, un lápiz y si acaso un sacapuntas.
Evolución
del niño, paso a la pubertad
Atrás
quedó la escuela primaria. Los tiempos de monaguillo, la jugadera de metras,
papagayos, garrufio y la mamadera de dedo, fueron pasando a un segundo plano.
Ya no doblaba el pabellón de mi oreja izquierda para meterla en el oído.
Comienza la etapa del liceo, con los mismos amigos de la "Narciso López
Camacho", que fuimos asignados en aquella sección "A"; otros que
salieron de la recién inaugurada “Félix Antonio Saá", ubicada en la
planada del barrio San Pablo; y otros tantos del colegio de las monjas, ubicado
a una cuadra de la plaza Bolívar, frente a la Bodega de José Espinoza. Todos
fuimos a encontrarnos en el glorioso e inolvidable "Víctor Manuel
Ovalles", desde su fundación, en la esquina de la plaza Bolívar; donde
después, por mucho tiempo funcionó el billar de Rodríguez, también dueño
(alquilado) del teatro Ribas.
Iniciar
los estudios de secundaria fue una seguidilla de cambios, no solamente
fisiológicos sino también de conductas y emociones, que marcaron los tiempos
por venir.
La
transición del sistema de gobierno autoritario a una Junta de gobierno
cívico-militar, pero de corte democrático, abrió paso a la creación de esta
nueva casa de estudios, donde comenzó otra etapa del corto tiempo que me
quedaba por vivir en mi pueblo natal.
La
emoción fue invadiendo la mente de aquel niño que asomaba a las puertas de la
pubertad; bastaba que sonara el timbre de la segunda hora de clases de la
mañana para salir a la plaza Bolívar a compartir la nueva experiencia con los
amigos del salón y otros párvulos, conversando de las nuevas asignaturas, como el
Inglés, Educación Artística, Manualidades, Educación Física, entre otras;
también referíamos la presencia de los profesores.
Pintar
tumbas y cruces en el cementerio con un potecito de zapolin plateado, un cuarto
de pintura blanca, una brocha y un pincel, que compraba en la tienda de Carlos
Casado, ya no eran instrumentos que seguiría viendo por aquello de la “pena”;
así como recoger estiércol (cagajón de burro) y venderlo a Doña Luca, a Doña
Ysabel, y otras casas de familia. Ya no habrá más ventas de la lotería de
animalitos, promovida por la iglesia, en la calles del pueblo; ayudar al primo
Tomás a vender periódicos; etc.
¡No!
Eso quedó atrás.
El
ego, la autoestima y las ansias de protagonismo juvenil fueron copando la
escena del nuevo liceísta. Ahora es el uniforme del Víctor Manuel Ovalles; la
ropa ajustada con pantalones bota ancha, camisa manga larga por dentro, zapatos
pulidos..., y mucho Brillcream para levantar el copete de la negra y lacia
melena de aquel impetuoso y arrogante joven..., pero a su vez, ingenuo; marcaba
la nueva personalidad.
La
permanencia en el liceo y las constantes visitas al estadio se convirtieron en
los puntos de encuentro para socializar con quienes practicaban deporte en la
población, preferiblemente el Béisbol, y de vez en cuando el Fútbol o el
Voleibol. Surgen otras amistades fuera del grupo del barrio y del liceo; la
práctica del Fútbol me conectó con Simón “Plaki”, Héctor “Hilo", Paulino
Cabeza; quienes, a mi juicio, si hubiesen recibido orientación o entrenamiento
especializado, tal vez, hubiesen logrado la cima.
Transcurre
la nueva experiencia, y sobre la marcha aparecen otras. Visitar la Biblioteca
para consultar tareas, ir al estadio para hacer Educación Física y conformar
grupos voluntarios de tertulias por las noches en la plaza Bolívar para tocar
temas de la cotidianidad escolar; y encuentros con nuevas amigas y amigos,
fueron ampliando el radio de acción del joven que se gestaba desde el humilde
hogar, donde precisamente la educación, la orientación y la formación académica
no eran su fuerte.
En
cada una de estas disciplinas pude apreciar las habilidades y destrezas de quienes,
de una u otra forma, se convirtieron en los ídolos de la mayoría de los
adolescentes contemporáneos de la época.
Lorenzo
Guzmán, Miguel Martínez, Miky Requena, Leobaldo, Teodoro y Quipin Herrera, Juan
Jacobo y Antonio Jiménez, Chicho Anzoátegui, Pascual Garófalo, Baltazar Brito, Fabián
Rengifo, Roberto Boll (Bobby); entre otros, fueron y siguen siendo referencia
del deporte en Tucupido para la juventud que se fraguaba en las canchas de
tierra para el Voleibol y los "peladeros de chivo" para el Béisbol y
el Fútbol. No sabíamos de otro deporte, salvo la natación que practicábamos en
las lagunas y represas del pueblo. El atletismo se fue convirtiendo en un
deporte natural con las largas caminatas que acostumbrábamos para llegar a
estos sitios, donde también hacíamos otras travesuras, propias de la edad de
los muchachos de la provincia. Por ejemplo, las frecuentes visitas a la laguna
de Rivero, a la represa vieja y la nueva, la tapita del 19, Macairita, Juan Sabroso,
el río Tamanaco, etc. Eran, además de la recreación, nuestras piscinas
naturales.
De
las canchas de Voleibol, sólo recuerdo dos o tres que se improvisaban en una
planada, pintada con un perolito de cal, y se sostenía la malla con dos
viguetas de grueso guatacaro. Una estaba en el grupo Escolar “Narciso López
Camacho”, donde acudía mucha gente, además del estudiantado; otra era la de San
Pablo, una planada donde también se instalaba la carpa del circo cuando llegaba
al pueblo. Por cierto, si en algo levanta la estima de los pobladores de hoy,
el famoso circo "Rassore" estuvo en Tucupido cuando estaba en su esplendor del
espectáculo.
En este terreno se construyó la escuela “Félix Antonio Saá”. Otra de las canchas de Voleibol improvisada por los organizadores de este deporte fue detrás del leftfield del estadio “Los gavilanes”, casi en la entrada para La Travesía, ruta natural de nuestras andanzas donde se encontraban los deliciosos pero espinosos guamachos y las exquisitas cerezas de monte. Justo al lado de frondosos guatacaros que ocultaban el sol de la tarde. En esa cancha vi jugar a la maestra Onofre Martí, a las hermanas Teresa y Aurora Jiménez, a Nora Campos, Lola Leal, Dorys Pérez; y otras tantas que el agotado cerebro no logra conectar. De esto hace mucho tiempo, quizás fue una de las últimas celebraciones de la Semana de la Patria; cuando agonizaba la dictadura de Pérez Jiménez.
Del béisbol no puedo referir más que el estadio del pueblo: "Los gavilanes” que más tarde se convertiría en lo que es hoy el estadio Ramón Díaz Sánchez, para entonces sin cerca, sin gradas, sin dogout, sin basketop y sin ningún otro servicio que no fueran los gruesos tubos de acueductos, colocados para delimitar la raya de tercera y de primera base, como protección para los fanáticos. Hasta finales de los 60's que comenzamos a luchar por la cerca perimetral, los dogouts, y sus primeras gradas, detrás de la tercera base. La única cerca conocida de entonces era la del righfield que lindaba con el patio de la señora Matilde D'angelo de Garófalo, donde caían las pelotas imposibles de recuperar, después del homerun que siempre conectaban Jesús Díaz, Basilio y Jóvito Díaz, Robinson González; entre otros, verdaderas “Glorias del Béisbol” en Tucupido.
Vale
resaltar que, luego del cine, los toros coleados y la retreta en la plaza
Bolívar, los jueves y los domingos, estos escenarios deportivos eran la
distracción natural del pueblo. No se pagaba entradas, no había otra exigencia
que no fuera el entusiasmo y la sana diversión. También sirvieron estos
espacios deportivos como punto de encuentro para el amor. Muchas parejas, que
luego hicieron familia, se formaron desde la asistencia a un juego de pelota o
fútbol. Hay casos conocidos.
Este
ambiente envolvió el entusiasmo de Fatonio. Descubrir la sensación de dejarse
ver en la actividad deportiva, pasear la plaza Bolívar en compañía de amigas y
amigos, al compás de la entusiasta y pegajosa música de la banda Municipal; ir
al cine los domingos en la mañana de vermout y repetir la entrada en la función
nocturna, fueron aflojando los ánimos para dedicarse a estudiar en forma, en
aquel primer año de la secundaria, como sí lo hicieron muchos, que sí lograron
avanzar. La respuesta no se hizo esperar. Repetir el 1er año. La debacle.
De esta experiencia quedó el aprendizaje de
preparar los brebajes que recetaba “El pelón Soto” a sus clientes; además del
complicado botellón de encurtido picante que salía todas las semanas para
envasar en las
botellas de aguardiente, previamente esterilizadas con agua y el calor del sol, para colocarlas a
la venta en el negocio de Napoleón Inojosoa. Nunca lo probé, pero se vendía,
porque todas las semanas se hacía el surtido en los anaqueles del supermercado de Napoleón.
Debo
reconocer, al mismo tiempo agradecer que, si bien es cierto no aprendí el
oficio de farmaceuta, Soto no escatimó esfuerzos para enseñarme valores y
exhortar mis ánimos para seguir los estudios.
AI
llegar el mes de Julio, eran predecibles las notas que aparecerían en las
carteleras del liceo. Cinco o siete asignaturas aplazadas, pero No hubo tal
repetición ese año. El pleito y la situación económica en el hogar, aunado al desánimo
por los estudios, influyen para poner a la familia a pensar en el trabajo
productivo para el joven que había salido mal en los estudios.
Muchacho
de mandado en la tienda del árabe Omar Alamadín, ubicada en la calle Ricaurte,
frente a los depósitos de Efraín Sánchez; poco después convertidos en la casa
de Copei, fue el destino de aquel jovencito que creyó se la estaba comiendo con
sus andanzas de “pavito fiestero”. El trabajo lo compartía con Mario Rengifo
(Marito), otro joven que no le dio mucho a los estudios, pero recuerdo era un
As con la bicicleta, llegando a ganar competencias improvisadas en tiempos de
Fiestas Patronales. Supe con el tiempo que su familia se mudó a El Sombrero. En
este trabajo no duré ni dos meses porque se requería caletear cocinas,
colchones, camas, muebles, lavadoras, etc. Trabajo duro, para aquel jovencito
inflítico, de contextura débil, como más tarde lo calificaría la Libreta
Militar; la cual gestionó mi madrina Aura Casado, siendo Secretaria de la
Prefectura.
Luego,
ayudante en la farmacia con el siempre recordado Rafael Vicente Soto, ubicada
al frente de la Biblioteca, diagonal con la escuela de Artes y Oficios; fue el
trabajo que consiguió Blanca, “para que el joven no se descarriara y aprendiera
un oficio digno, por si no quería seguir estudiando”.
Era
una cantaleta diaria, durante la faena de limpiar las vidrieras y organizar las
medicinas:
“Un
hombre sin estudios es un ser incompleto”.
Me
repetía aquel gordito de pequeña estatura, con tono gracioso; mientras se mecía
en el chinchorro, y yo limpiaba los envases de las medicinas y las vidrieras
del mostrador. Por supuesto, mi ignorancia impedía saber a qué se refería el
pelón Soto.
Lo
que es imposible olvidar de Soto es cuando me tocaba abrir las puertas de la
farmacia y tener que verlo arropado, dando vueltas en el chinchorro que colgaba
en el corredor trasero de la casa, con vetustas paredes de bahareque, techo de
tejas y piso de ladrillos; a eso de las 7 de la mañana cuando me exigía llegara
temprano.
“Fantoño
(nunca llegó a decir Fatonio), vaya a buscar las arepas que ya vienen mis sobrinos,
“Motilón” y Fernandito, con el suero, vamos a comer temprano, para que limpie
temprano”.
No
menos de catorce arepas, preparadas por Doña Ana Lucinda de Rodríguez,
desaparecían en un dos por tres de la cesta que traía a diario para el
desayuno. En la mesa devoraba las arepas con una mezcla de suero y el encurtido
picante que él mismo preparaba; para luego hacer burla de chanza, acusándome de
comelón.
¡Carajo!
No te pago por ayudarme en el trabajo, pero, cómo comes carajito. Decía a
diario.
Las
conversaciones con Rafael Vicente en la farmacia, cuando no había clientes,
cosa frecuente, las valoré con un alto contenido de orientación y motivación,
parecía un padre hablándole al hijo para que se encaminara por el camino del
bien. Toda una encíclica para tratar de seguir adelante. Así fue.
En
una de esas tardes de agosto, en las frecuentes tertulias en frente de mi casa;
unos sentados en las silletas de cuero, y otros en los brocales de la acera,
donde solíamos reunirnos toda la familia y algunos allegados del sector; mi
abuela Estefanía, a quien Zully y yo le decíamos “papa”, le dijo al grupo que
estaba a su alrededor “Ya hablé con Maestro Díaz, en septiembre comienzan las
clases y te vamos a inscribir en el liceo, allá en Rivero, para que sigas
estudiando, no creas que te vas a quedar de vago por ahí”.
Decía
la matrona con voz de mando, sin dejar de masticar su tabaco, al mismo tiempo
que me señalaba insistente con su grueso dedo índice. Aquello fue una
sentencia. Se activó en mi yo interior el suiche que mezcla los miedos con la
alegría; el mandato lo recibía de quien gobernaba la casa, delante de personas
a quien respeté y respeto mucho, como mi tía Anita, mi Madrina Aura Casado,
Doña María Luisa de Arruebarrena, el primo Raúl, Ana Correa y algunos amigos
del barrio.
Fue
así como el 16 de Septiembre, un día después de mi cumpleaños, reinicié mis
clases de secundaria en los nuevos salones del “Víctor Manuel Ovalles” cerca
del cerro de la Cruz de Mayo, en Rivero. Repetía 1er año.
Aquel
año, lejos de ser fácil en los estudios por haber sido repitiente, fue duro. Todavía
quedaba mucho resabio al estudio y las actividades de entretenimiento aún
resaltaban en el espíritu desganado para asumir responsabilidades, sin embargo,
a duras penas el segundo año de bachillerato fue alcanzado, con algunas
asignaturas pendientes por reparar.
El periodo de reparación sirvió para darle paso a la madurez. Hacer el ridículo o ser objeto de burla por los amigos y amiguitas del curso anterior que ya estaban en tercero, no iba con la apariencia de aquel joven bien plantado, agraciado por la naturaleza (según mi madre), polifacético (sin saber qué era eso), deportista, fiestero, bailarín y cantante. Había que echarle'...
Fue
cuando, con una voluntad enorme, una sillita expandible de lona y los útiles
escolares, tomé la plaza Bolívar como centro de estudios; siguiendo el ejemplo
de otros estudiantes de la época que hacían lo propio, en serio; instalados en
los amplios pasillos de la plaza, debajo de las frondosas matas de mamón. Eso sí,
luego de las 8 de la noche cuando ya la primera función del cine había
comenzado; aprovechando que los asiduos visitantes del recinto patrio habían
culminado su tertulia y se retiraban a sus casas.
Estudiar
y contemplar la plaza Bolívar de mi pueblo, con detenimiento, son dos placeres
que fueron quedándose en el hábito del joven que empezaba a jugárselas todas
para seguir adelante. Por una parte, la comprensión del contenido académico
había esperado el tiempo exacto de aquel cerebro que recién se adaptaba a los
cambios emocionales. Todo se veía más fácil de comprender, entender y captar. Y
por la otra, aquel ambiente ecológico que brindaba la plaza de entonces con sus
bellas jardineras, los mamones floreados o cargados, listos para darnos su
delicioso fruto y así entretenernos en la lectura, o mientras practicábamos las
matemáticas. Para entonces las funciones del cine América y el Teatro Ribas
rodaban la mitad de la película; y las parejitas de la plaza abandonaban el lugar.
Quedaba el silencio; apenas dos o tres grupos de coterráneos pasados de edad hacían
grupos en los mismos bancos de siempre, con la tertulia de siempre.
El
escenario era de estudiantes. Regados por todos lados con la mirada muda del
busto de El Libertador, ubicado en lo alto del pedestal, con el frente hacia la
iglesia católica, a su espalda la iglesia evangélica, y de ambos costados de la
plaza, la Prefectura del Distrito Ribas y la Logia masónica. Era como
obligatoria la concentración, la meditación y la apertura al entendimiento.
Había que estudiar para reparar las asignaturas quedadas.
Así
fue, bien valió la pena “sacrificar" el mes de agosto y parte de
septiembre de aquel año para ir al grado inmediato superior; que también tuvo
sus tropiezos, pero fueron superados.
El
inicio del tercer año fue de cambios. Los directivos del liceo aprobaron
cambiar el uniforme. Ya no se usará la camisa blanca, manga corta; ahora es
color kaki, manga larga; dejando el pantalón kaki también. No había exigencia
de calzado especial, hasta en alpargatas podíamos asistir; y así lo hicimos
muchos, obligados por la situación económica. Las alumnas preservaron el bello
y emblemático uniforme blanco y rojo.
La
sede del Liceo Víctor Manuel Ovalles, tenía una sola planta, construida en
forma de L, con salones y laboratorios ad hoc para la actividad académica,
tenía gran espacio de terreno en la parte trasera con una cancha simple, sólo
para el Voleibol y algo de Gimnasia empírica, quedaba retirada de la estructura
principal. La entrada del liceo estaba adornada con pequeños árboles y arbustos
que más tarde crecería dándole la imagen
de una edificación moderna y adaptada al progreso que pregonaba el nuevo gobierno
nacional.
La
organización del plantel de entonces, si bien es cierto, no cubría los
servicios socio-educativos para el proceso enseñanza aprendizaje, carecía de
biblioteca, comedor, transporte, servicio de asistencia médica y orientación;
contaba con una plantilla de docentes y personal directivo con enorme voluntad
para llevar adelante el cometido propuesto por las autoridades de entonces:
darle progreso al pueblo a través de la educación, estimular a la población
escolar para seguir estudios superiores, evitar el desvío emocional de la
población juvenil; y encaminarla por la senda del bien en el futuro.
Lamentablemente
esta estructura comenzó a ceder. Los mismos alumnos comenzamos a observar cómo
las paredes se resquebrajaban, los vidrios de las ventanas de macuto se rompían
con la presión de los techos, las baldosas en los baños comenzaban a caerse
solas. Todo esto ocasionó que alguien tomó cartas en el asunto y fue necesario
mudar el liceo Víctor Manuel Ovalles a la escuela Félix Antonio Saá, en pleno
año escolar; estábamos cursando el tercer año. Último de mi vida estudiantil en
el pueblo que me vio nacer.
No
obstante, ese año 1966, fue espectacular para la generación de alumnos
dedicados al deporte, especialmente al Béisbol, Voleibol, Basquetbol y
Atletismo. Había llegado a Tucupido una delegación del otrora Cuerpo de Paz,
organismo creado por la Unesco para llevar “paz y progreso" a los pueblos
de Venezuela y de América latina, bajo un programa creado en el gobierno de
Rómulo Betancourt llamado “Alianza para el progreso”.
Este
programa trajo al Distrito Ribas a los norteamericanos Charles Mikel Johnson y
Robert Coleman, quienes se dedicaron a prestar sus servicios como entrenadores
deportivos en la población. El radio de acción de ellos era la población
escolar del liceo, inmediatamente se creó una empatía entre los jóvenes deportistas
de la época y los gringos terminaron siendo buenos
Surge
la fiebre del Básquet BaII y del Atletismo en Tucupido; lo cual obliga a pensar
en la necesidad de una cancha y una pista para su práctica.
Sería
mezquino no mencionar en estas líneas al Dr. Antonio Medina Carreño, quien
además de médico Pediatra, se preocupó y se ocupó bastante por promover el
deporte organizado en la población. Quienes vivimos la experiencia deportiva de
la época no escatimamos en reconocer su labor. Medina estuvo muy ligado a las
Federaciones y Asociaciones deportivas del estado Guárico, se dedicó a orientar
a los estudiantes deportistas sobre el conocimiento de los reglamentos en cada
una de las disciplinas. Frecuentemente deteníamos el entrenamiento o la
práctica para sentarnos a escucharlo leer estos contenidos, analizarlos y
discutirlos. Fue un complemento de la formación deportiva que obtuvimos. Esto
se agradece.
Pero
también Medina se ocupó por la infraestructura deportiva del pueblo: el estadio y la cancha
Neverí son producto de esa gestión. Nosotros ayudamos realizando rifas,
dupletas de caballo y colectas.
Por
ejemplo, las primeras gradas del estadio “Los gavilanes” detrás de la tercera
base, se construyeron a fuerza de esas actividades; y los trabajos iniciales de
la cancha Neverí, como la limpieza y nivelación del terreno, la loza de la
cancha, etc., dieron pie para que las autoridades comenzaran a pensar en un
presupuesto para mejorar el estadio.
Esta
cancha se construyó en un terreno donde
funcionaba la vieja planta de
electricidad que le daba iluminación al pueblo; una luz amarillenta, débil.
Por
muchos años el terreno quedó baldío, las plantas sufrieron el efecto de la
corrosión para convertirse en chatarra inútil.
El
primer trabajo fue sacar estos pesados hierros para limpiar el terreno, luego la
nivelación y la colocación del piso..., después vino lo demás; hasta convertirse
en la cancha que inauguramos con un encuentro entre la selección de Básquet de
Valle de la Pascua y los novatos basquetbolistas de Tucupido. Una paliza nos
dieron los experimentados y bien entrenados vallepascuenses, quienes estaban
bajo la tutela del gringo Coleman.
Aquella
cancha también sirvió para descubrir las cualidades de muchos jóvenes en el
entrenamiento deportivo y dominio de grupos, entre ellos: Fatonio, quien llegó
a darle las primeras clases de entrenamiento de Básquet ball a un equipo
femenino que conformó el Dr. Medina con las muchachas del liceo, entre ellas
Yudith Ruiz, Minerva y Aglae Panzarelli, Maruja Arruebarrena, Lourdes García,
Marlene Moreno, Migdalia Contreras, entre otras. Mismas jugadoras que
conformarían el equipo de Atletismo del liceo.
Progresivamente
se fue formando lo que más adelante sería la selección deportiva más renombrada
en la historia del liceo Víctor Manuel Ovalles, destacando en Béisbol,
Voleibol, Básquet BaII y Atletismo. Con estos equipos participamos en los
Juegos Interliceistas realizados en el año 1966, en la población de Anaco,
estado Anzoátegui.
Valle
de la Pascua, Zaraza, San Juan de los Morros, Altagracia de Orituco, fueron los
escenarios previos para ir a estas competencias. Fue donde el joven Fatonio
comenzó a descubrir el potencial deportivo que llevaba por dentro. Pelotero,
basquetbolista, corredor de velocidad, y destacado en el salto alto y salto
largo; fueron las cualidades que más adelante lo ubicarían en las puertas del
Instituto Pedagógico de Caracas para estudiar Educación Física, donde obtuvo el
título de profesor de esta especialidad, el año 1976.
Homenaje
a Chito Hernández
Llamar
amigo, hermano, compinche de andanzas, y otras expresiones ligadas al cariño, a
la persona con quien compartí los mejores tiempos de aquella ingenua infancia y
parte de la libertina pubertad en los efímeros caminos de nuestro adorado, y
también añorado pueblo; son expresiones que tuvieron cabida inmediata en mi compungido
pecho al ver la noticia que me envió “Arturito CANTV” sobre la repentina muerte
de Luis Alberto “Chito” Hernández, en Tucupido.
Con
seguridad muchos tucupidenses, con el amargo sabor espiritual de la pérdida de un
amigo, no ahorrarán palabras de elogios, reconocimientos y comentarios sobre la
vida de “Chito” en el desempeño de sus actividades como adulto, en las que
sobresalen “el padre de familia, trabajador honesto, político, servidor
público, místico serenatero, dicharachero y dueño de la pícara y contagiosa
sonrisa que heredó del “Chingo” Molfese, su padre. Pero, la motivación
verdadera de hacer estas líneas brota del fugaz recuerdo que quedó de nuestros
frecuentes encuentros, recorriendo los caminos andariegos de nuestro pueblo
natal; desde la calle Salóm hasta la laguna de Rívero, las represas (la vieja y
la nueva), Tamanaco, CaujuaraÍ, donde estaba parte de su familia; laguna de
Macairita, la tapita de Baltazar Camero, detrás del estadio; el bajo de La
Nueva, y otros sectores que fueron escenario de aquella marcada amistad entre
un grupo de párvulos zagaletones que sólo buscaban la distracción natural que
nos ofrecía la época. Para luego culminar con improvisadas reuniones en el
poste de la esquina de la calle Gabante, cruce con Salóm para oírlo tocar el
cuatro y cantar temas, que aún revolotean en mi mente, llamando la atención de
las muchachas de la zona. Cómo olvidar las vivencias históricas de las
serenatas por las calles del pueblo, en tardes horas de la noche; en compañía
de otros amigos y hermanos, como Daniel Pérez, el negro Mabeta, Rafaílito Leal;
Edgardo, Rafailito Palma, Orlando, Chelín, Antonio Rengifo (Verija), Antonio
José Arveláiz, Pinico, Antonio Jiménez, y otros tantos, a quienes esta menguada
memoria les quedará debiendo su mención.
“Chito”
hijo del chingo Molfese con Marcelina Hernández, hermano de Nelson, José,
Norys, Miguel, Fanny y Gustavo; pudiera decir con poco margen de error que, de
estas andanzas nutrió sus experiencias de vida que más tarde le servirían para
conquistar espacios en la sociedad tucupidense, logrando ocupar posiciones
prominentes, de dignos elogios; no sin antes mencionar su matrimonio y la
procreación de su familia.
Anécdotas
huelgan en la grata compañía de Chito; no recuerdo que alguien lo llamara por
su nombre, mientras crecíamos con el tiempo. Generalmente y de forma
improvisada conformábamos grupos para
encontrarnos en la esquina del tamarindo, casi todos los días, al salir de la
escuela, o cuando, coincidíamos quienes no asistíamos a la ‘*Narciso López
Camacho", donde cursábamos estudios primarios. La ruta era definida entre
todos, dependiendo de lo que queríamos hacer, ¡Oh, la libertad. . ., sin riesgos!
Propio de la edad de la época.
En una de tantas salidas, a medio camino detuvimos el paso para hacer una de los infantes aventureros: Frente a un arbusto, ya crecido, hicimos una especie de rito conquistador y descubridor, emulando sin conocimiento de causa a Humboldt, bautizamos el arbusto con el nombre de “Yaguaraparo”. Así quedó, no porque conocíamos su verdadero nombre botánico, fue sólo una ocurrencia. Lo cierto es que el arbusto que anunciaba el cambio de cruce de la travesía para entrar a la represa vieja quedó como referencia para esperar a los resabiados del grupo; entre ellos Miguel “Borrachito” Hernández, Jesús y Héctor Rengifo, Nino Tinedo, el negro e' Carmen, entre otros. Pasa el tiempo. . ., en una de mis improvisadas visitas a1 pueblo y por ende el encuentro con el amigo y hermano, ambos adultos, discutimos el tema de aquel arbusto bautizado, con el asombro de que en realidad ese era su nombre en la botánica venezolana.
También
nos ocurrió con uno de los rabos de la represa, donde lamentablemente murió
ahogado, el también amigo de infancia, Álvaro Pedrique Arveláiz, quien periódicamente
nos acompañaba en las ‘Travesías de la vagancia”. En su honor colocamos su
nombre al lugar. Recuerdo entre todos dijimos: “A partir de ahora, por siempre
este rabo (saliente de la represa) se llamará Álvaro"; siendo Chito el
mentor. No sé si todavía existe el rabo.
Sin
ánimo de golpear su memoria, ni la de su familia, que fue como la mía; divertido
es mencionar, con cariño, la vez en que Chito dejó de tocar el cuatro para
seguir la serenata porque sintió hambre, era tarde en la noche, tuvo que salir
Edgardo Leal a comprar, previa recolecta, dos laticas de sardinas para
satisfacer aquella frecuente necesidad en el único cuatrista que nos
acompañaba, la música siguió toda la noche hasta la madrugada. Así fue.
Oye
Chito, José y Miguel, se borrarían las marcas de las teclas, entumecerían mis
dedos por seguir narrando parajes al lado de ustedes, sin ahorrar en
sentimientos encontrados por la pena que me aflige; pero hago el esfuerzo por
seguir hasta que me alcance el valor de ofrecer mil disculpas por no estar en
cada uno de sus sepelios.
Llegue hasta la profesora Nory, a Nelson, a Fanny, a Gustavo, y demás familiares, mis palabras de afecto y de dolor; con las condolencias por tan irreparable pérdida. Chito en el cielo también tocará y cantará, Dios se apiada de su alma.
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