El
caso del sacerdote
(Relato
del libro “El Prisionero Rojo”, la autobiografía de Iván Simonovis. Capítulo
III. Página 120)
Una
cosa que siempre he dicho es que el trabajo en la policía es dinámico,
apasionante e impredecible; nunca sabes qué pasará luego de salir de tu casa al
despacho. Entre esas cosas que te sorprenden, una sucedió durante el año 98.
Era mitad de mañana de un día cualquiera, cuando sonó el ITT (sistema interno
de comunicación asignado a los jefes de la central de la PTJ). Tenía un tono
característico y el único autorizado para usarlo era el jefe de la oficina o en
su defecto su secretaria, para informarle. Ese día la que llamaba era Suyin,
asistente del director general comisario Lazo Ricardi. La llamo Suyin porque
había confianza, fue abogada de la División Contra Homicidios y ahora asistente
del director, pero además la novia de un gran amigo y compañero, el para
entonces inspector Luis Alberto Godoy, quien es de esos amigos que no te
abandonan nunca.
Ella
me dijo: “Iván, el director va saliendo en 15 minutos, quiere que lo acompañes
a una reunión en el ministerio [de Justicia], me dice vayas de civil”.
Obviamente eso quiere decir “que lo acompañes”; no era una invitación sino una
orden. Me pareció extraño, sin embargo me cambié y antes de los 15 minutos
estaba en la puerta sur (la entrada principal de la vieja sede de la PTJ),
salió el director y abordamos su carro protocolar. Durante el traslado hablamos
de cómo estaba yendo la brigada y sobre el entrenamiento de los funcionarios. El
comisario Lazo siempre fue muy amable, y yo, aprovechando que me hablaba de ese
tema, hice lo que todo subalterno jefe haría cuando está solo con su superior
inmediato: no perdí la oportunidad de hablarle sobre los requerimientos que
tenía para la brigada: viáticos atrasados, cursos parados por falta de
presupuesto y ese tipo de cosas.
Lazo,
como hace todo jefe cuando le hablan de esas cosas, me dijo: “Lo resolveremos,
recuérdame decirle a Suyin que me anote eso”. Luego me cambió el tema para
hablar de otras cosas y ya estábamos en la puerta del Ministerio de Justicia,
había un elevador privado y allí nos esperaban para llevarnos al despacho del
ministro Hilarión Cardozo.
Pasamos
a la oficina, una típica oficina de ministro: llena de recuerdos, fotos, banderas,
regalos de otros países, estatuillas. El doctor Cardozo era una persona muy
religiosa, sobre su escritorio y en las paredes había figuras alusivas a la
religión católica. Nos saludó con un apretón de manos y nos invitó a tomar
asiento. Lazo y el ministro intercambiaron algunas palabras relacionadas con
presupuestos que no llegaban y recursos bloqueados; es decir, Lazo hacía lo
mismo que había hecho yo en la patrulla minutos antes, la diferencia es que él
se lo solicitaba al ministro directamente. No habían pasado 10 minutos cuando
el doctor Cardozo me dijo: “Caramba, comisario, necesitamos de su ayuda, es un
caso delicado”. Sin duda, cuando un ministro te dice eso, piensas: “Esto es
algo complicado”. Por supuesto le respondí: “Sí, claro, doctor, dígame qué
requiere”, y él continuó: “La Iglesia necesita de nuestra ayuda”. En ese
momento me confundí y le dije: “¿La Iglesia?”. “Sí, la Iglesia”, respondió. Si
para ese momento yo hubiese leído El código Da Vinci, pensaría que tenía que
ver con la recuperación del Santo Grial, pero no, lo que me dijo me pareció más
impresionante: “Se trata –dijo– de sacar a un sacerdote insurrecto de la
parroquia de un pueblo”. Por unos segundos me quedé pensado. ¿Sacerdote
insurrecto? Miré al comisario Lazo esperando que eso fuera una broma, pero no,
era totalmente en serio. Continuó el doctor Cardozo y me explicó con más
detalle: “En la población de Tucupido, desde hace siete meses las autoridades
eclesiásticas han solicitado al cura de allí desalojar la parroquia, pero este
se ha negado consecutiva y rotundamente desobedeciendo de forma abierta a toda
su línea superior de jerarquía y la situación se ha agudizado al punto que la
comunidad hizo una vigilia permanente frente a la iglesia, de modo que formaron
un muro humano, donde nadie entraba ni nadie salía de la casa parroquial. Las
autoridades eclesiásticas –explicó– han enviado a sus representantes para
solventar la situación, sin obtener resultados, y pidieron la intervención de
las autoridades locales, las cuales se vieron imposibilitadas de actuar debido
a la cantidad de parroquianos que participaban”.
Entonces
comprendí la situación, pero le dije al doctor Cardozo: “Nosotros somos una
unidad especializada en manejar situaciones de alto riesgo y yo no lo veo
aquí”.
Intervino
el director y me aseguró: “Simonovis, aquí no hay gente del tipo del que tú
estás acostumbrado a enfrentar, pero sí lo existiría si va de nuevo una
comisión, es agredida y regresa sin éxito, así que con el mayor sigilo posible,
retengan al sacerdote y luego lo entregamos a las autoridades eclesiásticas”.
De nuevo una orden. Acto seguido el ministro me solicitó la máxima discreción y
un trato acorde con la condición religiosa del detenido.
Fue
así como llegó la orden al BAE de capturar al cura y entregarlo a sus
superiores religiosos. Cuando le expliqué a la brigada nuestra próxima misión
hubo recelo, pero era una orden y quien requería al sacerdote era su legítima
autoridad, la Iglesia, así que nos reunimos para la asignación de tareas y el
análisis de la situación. Por otro lado, el personal de inteligencia llevaba 15
días haciendo lo propio y recabando información que nos ayudaría a ser lo más
efectivos posible. Nos tomamos un par de días para preparar todo. El día
acordado nos trasladamos en dos camionetas y a las 4:00 am estábamos en
Tucupido. Ordené a unos funcionarios se acercaran hasta el puesto policial y
les informaran de nuestra presencia para no crear confusión sobre lo que
pasaba. Afuera no había nadie porque era muy temprano. Un funcionario ingresó a
la iglesia, subió al campanario y desactivó las campanas y altavoces para que
ni el cura ni quienes se quedaban en la casa parroquial alertaran a los
parroquianos, porque según la información de inteligencia era la manera que
llamaban la atención y evitaban llegar al sacerdote. Teniendo eso bajo control,
los inspectores Julio Rivero, Jesús La Cruz y yo procedimos a ingresar a la
casa parroquial, sabíamos cuál era la distribución, así que avisé por radio al
comisario Hernández Guzmán (jefe nacional de Investigaciones) y al comisario
Eliseo Guzmán (jefe nacional de Drogas), quienes se encontraban a unos 20
minutos del pueblo. Sigilosamente entramos a la casa y yo me dirigí a las
escaleras para subir al segundo piso. Allí había varias habitaciones que debía chequear,
La Cruz debía revisar la planta baja y Rivero otra área de la casa. Yo recién
estaba en el segundo piso y por radio La Cruz me dijo: “Odin, objetivo en
custodia”, es decir, tenían al sacerdote controlado. Bajé y me acerqué hasta
donde ellos estaban. El cura estaba durmiendo en un chinchorro en una sala
contigua a la sala principal y ciertamente lo tenían ya esposado y le habían
puesto cinta adhesiva en la boca para evitar que gritara. Había otras personas
allí, pero nadie se percató de nuestra presencia. Salimos y llevamos al
sacerdote a mi patrulla. En el camino le hicimos señas al resto de los hombres,
la seña de los 360 grados con el dedo que todos entienden, recojan, nos vamos.
En solo 10 minutos hicimos la operación.
Mientras estábamos en camino mantuvimos absoluto silencio y el sacerdote temblaba como una hoja y noté que estaba pálido. Ordené detener la patrulla, me bajé con él y me quité el pasamontañas negro que usamos en estos casos, me identifiqué y le expliqué lo que había sucedido, le dije que lo estábamos llevando con sus superiores porque habíamos recibido la orden de sacarlo de la parroquia. En ese momento el hombre asintió reconociendo su error y me dijo: “Es su trabajo y lo respeto, que Dios los bendiga”. Con la mano me hizo la señal de la cruz y diez minutos después lo entregué al comisario Hernández Guzmán y a Pablo. Hasta ahí llegaba mi misión.
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