por:
Degnis Romero
Ponencia presentada en el II Encuentro de Historiadores y Cronistas
Tucupido, 2010
El
denominado “Granero del Guárico”, fundado en 1760 por el Fraile Anselmo Isidro
de Árdales, con el prefijo “Santo Tomás de”, se ubica en la región nororiental
de ese estado llanero que conforma el
corazón
de Venezuela. Llama mucho la atención, a manera de preámbulo, la lista de profesionales
de la medicina, gremio altamente contestatario, que han sido gobernadores de
dicho estado a lo largo de la historia. Por ello no se explica la prevalencia
de la “mengua” (no registrada en índices de mortalidad). ¡Ampáranos Señor!
Capital del municipio José Félix Ribas,
nombrado así en honor al prócer independentista que murió decapitado en esa
tierra de gracia, a manos del ejército realista, el 31 de enero de 1815. Puede
que tal acontecimiento sangriento haya dado origen a la sombría “Leyenda del jinete
sin cabeza”.
Luego de eso, y de que pasara mucha
agua debajo del puente “El Caimán” del río Tamanaco “La despensa del llano”,
nos ubicamos, valiéndonos del infaltable vehículo intertemporal, allá por los
tempranos años cincuenta cuando comenzamos a ver la luz en este mundo. En ese ínterin,
sólo había una vieja planta que suministraba el fluido eléctrico, siendo
relevada, poco después, a la llegada de CADAFE.
La mayor parte de esa década el país
estuvo gobernado por el teniente coronel golpista Marcos Pérez Jiménez, luego
de haber participado en las escaramuzas contra Medina el 45, Gallegos el 48,
Delgado Chalbaud el 50 y de desconocer el triunfo de Villalba el 52. ¡Otra joyita!
La localidad había estado distribuida
en dos sectores muchas veces antagónicos: “San Pablo” y “El Jalón”. No había
explosión demográfica alguna, por tanto los límites se mantuvieron durante
mucho tiempo dentro de una misma poligonal de
Entre tales confines se albergaban las rutas que permitían sofocar la pasión callejera; identificadas, la mayoría, con adalides de la historia patria, vale decir: Bolívar, Páez, Guaicaipuro, Ribas, Miranda, Bermúdez, Madariaga, Monagas, Ayacucho, Salom, Roscio, Sucre (era donde se celebraban las fiestas de San Rafael, desde la esquina c/c Bolívar hasta “La Quinta” y donde se montaba la ‘empalizá’ que servía de manga de coleo), Ricaurte, Gabante, Centeno, San Pablo, Pariaguán, Libertad, Rehabilitación, Zaraza, Trincheras, etc. La plaza Bolívar, por cierto, continúa flanqueada por la iglesia católica al este, iglesia evangélica al oeste, templo masónico al norte y estación de policía al sur.
Era un lugar tranquilo y apacible (no
había aparecido la changa ni el reggaeton), donde el sosiego mañanero sólo era
interrumpido por el cantar de los gallos, el trinar de los pájaros y el sonar
de algún cuerno que indicaba la llegada del prematuro sábado para un cochino y
que había un caldero repleto con fritura de chicharrón. Por las noches, al
tratar de conciliar el sueño reparador, el silencio sólo era rasgado por el
cantar de algún grillo, de alguna rana en el tambor del agua o de algún
borrachito impertinente y procaz regresando de sus correrías por “El Guatacaro”,
que era el recinto de moda donde se daban sus ‘candelazos’ y donde se
practicaba el oficio más antiguo del mundo.
El pueblo exhibía un paisaje bucólico y
contaba con unas cinco mil almas que conformaban una amalgama de mestizaje
emancipado. Se podía percibir, a la sazón, cierto progreso ya que estaban en
proceso de extinción: Curanderos que ‘alentaban’ a lugareños con oraciones, yerbateros
con sus pócimas, parteras, y dentistas empíricos que sacaban las muelas aplicando
un líquido que las hacía aflojarse; se decía de un individuo que se cepilló con
dicho fluido, pensando que también servía para la higiene bucal, resultando que
se le cayeran todos los dientes. Se le ganaba la batalla al chipo, causante del
mal de chagas, gracias al sabio santamarieño Doctor José Francisco Torrealba, quien,
además, luchaba contra otras endemias rurales. Se comenzó a erradicar la tuberculosis
(había más de un tísico), dengue, niguas, salpullido, garrapatas, lombrices,
culebrilla, pulgas, piojos, orzuelos, uñeros, flatulencias, pestes (hasta el
piojillo de las gallinas), mal de ojo, sarna y otras plagas apocalípticas (las enfermeras
esgrimían ampolletas a diestra y siniestra). Les tocaba el turno a las tusas y
a las insalubres letrinas “El escusao” (algunos chamos cayeron en ellas).
Ya no se veían pasar los arreos de
burros cargando mercadería desde y hacia otras latitudes, ni a enfermos o finados
siendo transportados en chinchorro hacia el dispensario más cercano o hasta la última
‘parada’. Relataban de un fulano flojazo para cocinar que mientras era trasladado
‘muerto ‘e la jambre’ un vecino condolido le ofreció unos frijoles. El tipo
preguntó si estaban cocidos y al escuchar un ¡no! como respuesta, ordenó
molesto: ¡Que siga el entierro!
Por otra parte, quedaban pocas botijas
‘enterrás’ y escasa gente con morocotas, pero relucían los dientes de oro. El
peso ya no era moneda de curso legal; en su lugar circulaban resplandecientes monedas
de plata, como la de 25 céntimos (medio o mariquita) comúnmente pegada en las
tarjetas de invitación a los bautizos, o la altamente codiciada de 5 bolívares
(fuerte o cachete) cuya posesión te hacía sentir dueño de medio mundo. Prevalecían
unidades de medida castellanas, algunas ambiguas y ya en desuso como: Legua (~3
millas. “El camino que se anda en una hora a pie o a caballo”. ¿Qué tal?), Vara
(
Entre los valores y atributos persistía
un gentilicio pueblerino acogedor matizado por una idiosincrasia jovial y
dicharachera, una capacidad humorística enraizada con intensidad y una muy
irreverente chispa original campesina. Prueba de ello es este ejemplo de la
poesía inspirada de Modesto Nieves, parado frente a un rosal florido en horas
del mediodía, recitando en tono ecléctico:
No te cojo rosa ahorita
Porque no me da la gana
Porque las rosas se cogen
De noche y por la mañana (sic)
Evidentemente, algo así era más
sencillo, digerible, asequible e hilarante que este serventesio de Rubén Darío:
Yo soy aquel que ayer no más decía
El verso azul y la canción profana,
En cuya noche un ruiseñor había
Que era alondra de
luz por la mañana
Ya había llegado la compañía petrolera “Venezuela
Atlantic Refining Company”, lo que representó una transición notable del modus vivendis en los estratos relacionados
directa, indirectamente o por añadidura con sus actividades. Se construyó la actual
urbanización “Talon”, que albergaba una serie de servicios jamás vistos por
esos lados.
Se veía grama por doquier, urbanismo y paisajismo
propios de un suburbio en Dallas, Tx. Casas cómodamente configuradas al mejor
estilo yankee, excepto que no eran de madera, sin cercas ni muros divisorios (mayormente
de cayena y otros arbustos finamente podados). Casa club con piscinas, sala de
reuniones, vestuarios, sala de fiesta (y de cine), bowling de 2 líneas (mecanismo
manual), fuente de soda, sala de billar, bar-comedor, etc. Edificio de huéspedes
(hotel pues), clínica de avanzada, comisare con todos los corotos. ¡Qué
maravilla! Sin contar las instalaciones (casas rodantes, etc.) cercanas a pozos
y demás operaciones. Encima de eso, se escuchaba a más de un indio decir guasamárayu,
guajápen, guachimán, jaguaryú, guayascáo, foquifóqui, laguara, morfor, etc.
También había llegado la industria automotriz
y mucha gente andaba en carro, a pesar de que los accesos eran a través de
carreteras de granzón. Esto requería de una particular habilidad y pericia al
volante para el tránsito, especialmente durante el invierno debido a que por
causa de las patinadas y coleadas que se producían se corría el riesgo de
aterrizar en una cuneta, en la pata de un cují o en un parabrisas ajeno. Además,
se oía decir en jerga: “A esa le roncan los motores”, “Ese bota la segunda”, “Zutano
se deja medí el aceite”, “Dale chola”.
Un acontecimiento trascendente y de inusual
algarabía se presentó cuando fue observado, en medio de una gran polvareda, el
paso de una competencia nacional de autos de carrera. Tiempo después y luego de
muchas peripecias, llegó el asfalto a las vías principales.
En relación a las tradiciones, hay referencias
ricas y abundantes que variaban de acuerdo a la época del año y que se
fundamentaban, principalmente, en el arraigo cultural exquisito de los
pobladores en diferentes facetas artísticas, con énfasis en lo musical como
facilitador del bochinche.
Se recurre, a modo de pauta, a la guía
cronológica que obsequia la canción de alguien que por esos días estaba
incipiente con su orquesta: Billo Frómeta y “La flor del trabajo” (sin sugerir
apología del delito), comenzando, con lo grueso del asunto, por los carnavales con
sus desfiles y comparsas (¡a que no me conoces!); semana santa con las habituales
procesiones y las excursiones a los charcos aledaños (pozo, río, represa, etc.);
los velorios de cruz de mayo con los cantos, los juegos de penitencia y los
sabrosos condumios que incluían alfeñique, pan de horno, pavo relleno, buñuelo,
templón, catalina (qk) rellena y dale que son tamales, además de chicha, carato
y otros menjurjes; los escapes, durante vacaciones escolares, a la playa o a caseríos
circunvecinos como: Cují Negro, Cerro Grande, San Rafael de Laya (El Ciento 33),
y otros montes o rastrojos; las fiestas de octubre en honor a San Rafael Arcángel
(el 21 de diciembre le correspondía al patrono Santo Tomás Apóstol, pero, por
razones obvias, en esas fechas se celebraba a su jefe).
Para llegar extenuados a las
festividades decembrinas y cerrar el año con broche de hallaca y mirra: Parrandones
navideños, misas de aguinaldo con las gustosas arepitas fritas y pare de contar.
Todo ello sin tomar en consideración el
menudeo, es decir, las innumerables ocasiones que servían para el sano disfrute
de las abnegadas almas fiesteras, tales como: terneras (con vegueros de arpa,
cuatro, maraca y buche), coleaderas (¡cacho en la manga!), veladas, ensetes, retretas,
serenatas, norias itinerantes (¡¡¡llegó la ruedaaa!!!), funciones nocturnas (matinée
y vespertina los fines de semana) en los cines Ribas y América (este último sirvió
de escenario, en 1948, para la presentación apoteósica de Pedro Infante, cuando
estaba en su apogeo la música mexicana y su cine en black & white), los
bailes de golpe tramao en medio de una gran nube de polvo (zapateando, resoplando
y sudando copiosamente. ¡Juye monte!) y un larguísimo etcétera en el cual adjuntamos,
a manera de colofón, las n+1 vueltas pateadas alrededor de la adornada (♀), amena
y frondosamente bella plaza Bolívar.
Otro elemento tradicional nutrido, era el repertorio de juegos que servían de entretenimiento a los que el papá de Mafalda (la de Quino) llamaba “pibes de ayer”: Metras (con hoyito y todo), Trompo (picar troya), Caída, 31, Tute, Carga la burra, Roba pilón, Trompito (Meta, Saque, Deje, Todo), Pared (con cromos y barajitas de álbumes), Perinola, Papagayo, Ludo, Yoyo (con pata’e gallina), Gurrufio, Zorros y Gallinas, Palito mantequillero, Latas de sardina amarradas con guaral (a modo de carrito), Chapita, Calcomanías Tatu, Dama china, Cuarenta matas, suplementos, cuentos o tiras cómicas (la “Bande Dessinée” de los franceses) y otro holgado etcétera. Tiempo después esos mismos chavales aprendieron a jugar dominó, ajilei, bolas criollas, ruleta, gallos, dupleta, remate, 5 y 6, truco, dados, rojo, etcétera; agregando escapes etílico-ludópatas y jugando a “El escondío” (¡pero de la mujé!).
En lo concerniente al refranero y decires populares (algunos no se escuchaban en otras regiones del país), la retahíla rezaba: “¿Quiubo vale?”, “Anda a moniá un corozo”, “Zape gato, ñaragato”, “Límpiate el c. con guaritoto”, “Tienes la troja baja”, “Toy como una pepa”, “No seas basto”, “Estar: Emperifollao, Aventao, Empatucao, Espelucao, Enjorquetao, Embojotao, Esgañotao, Ruchao, Emparamao, Encalamocao, Esmachetao, Aserenao, Barajustao, Empantuflao, Amansao, Amolao, Atascao, Asustao, Purgao, Apechugao, Amorochao, Atarantao, Alzao, Palotiao, Apersogao, Arrebiatao, Atarrillao, Encuerao, Babiao, Apaliao y el resto de ‘aos’ grotescos, Tupío, Molío, Pulío, Jitico, Palo abajo, Hasta los tequeteques, Del timbo al tambo”, "Perencejo sí tiene bolas”, “Qué guarandinga es esa?”, “Cuándo vamos p’al ñemeo?”, “Barajo el tiro”, “Deja la guachafita”, “Mija, ese tipo es un buen tercio”, “Ya empezó a loquiá”, “Ya empezó cristo a padecé”, “Perro viejo late’chao”, “Comai, cómo sigu’el tripón?”, “No entendí un cipote”, “Táita”, “Naiden”, “A bicho bien: Soquete, Lambucio, Maneto, Cerrero, Cachilapo, Mariposo, Espabilao, Macilento, Mañoso, Avispao, Chanchullero, Latoso, Guate, Muérgano, Pataruco, Pendejo, Zángano, Faramallero, Plebe”, “Dígale a su mamá que le de un poquito de tente allá", “Dar un(a): Pescozón, Ramalazo, Ñereñere, Ñapa, Ñinguita, Chorrera, Tatequieto, Mamonazo, Soponcio, Trompá, Lavativa, Garrotazo, Guamazo, Astazo, Pela, Verazo y los demás ‘azos’ indecibles”, “Jaiga”, “Vamo’a dale julepe”, “Jedentina”, “Pásame el(la): Pocillo, Bacinilla, Taturo, Pereto, Garabato, Ponchera, Liniero”, “Te jartates mi guarapo”, “Nojile”, y un montonón más donde se insertan los innombrables vulgares, groseros, escatológicos, chabacanos, ‘tierrúos’, y los que agregaban palabras del gracioso tesauro anatómico tales como: Cuadríl, Güelgüero, Mochilas, Tripa, Maruto, Jarrete, Sobaco, Verija; sin llegar a ‘indignas partes’.
Existía gran
diversidad en cuanto a la propuesta culinaria y los hábitos gastronómicos, a la
hora de ‘los tres platos’, en aquellas mesas vestidas con manteles de hule. Se
usaba la ‘mano’e pilón’ para machacar el maíz con el que se preparaban las
arepas (eran puestas en un azafate), que luego eran montadas en budare sobre un
fogón de leña y tres topias. La dieta
diaria contenía arepa, casabe, pan de trigo, variedad en carnes de animales
domésticos o de cacería, preparada en modalidades de amplio espectro (horneada,
asada, en vara, a la parrilla, salpresa, en pisillo, mechada, frita, etc.),
pescado, quesos, plátano o topocho, ‘granos’ o semillas de leguminosas (frijol,
caraota, etc.), cereales (maíz, arroz, etc.), verduras o ‘vituallas’
(tubérculos, hortalizas, etc.) y demás yerbas aromáticas para sancochos,
guisados y hervidos de ‘patarucas’ y otros especímenes. Mención aparte para la cachapa
con queso’e mano, suero y el ‘palo a pique’.
Adicionalmente, era larga la lista de
chucherías que hacían las delicias de tirios y troyanos: Bizcochuelos, Conservas,
Melcocha, Majarete, Posicle, Coquitos, Suspiros,
Gofio, Frunas, Chogüi, Caramelos (Sorpresa, Chocomenta, de coco, de muñequitos,
Sacamuela, etc.), Bienmesabe, Ping-Pong, Leche condensada (la latita), Gomitas,
Helados Club (Morochos, Crema real, etc.), Refrescos (Bidú, Pepsicola, Frescolita,
Grapette (la botellita), Green Spot (la bocona), Orange Crush, Fanta, etc.), Torrejas,
Paspalitos, Galletas de soda (la latota), Tabaquitos y Monedas de chocolate, Toddy,
Cuàquer, Chiclets (Miniatura, Bolibomba, Papaúpa), Raspaos, los exóticos y
abrillantados dulces que traían los reyes magos, arroz con coco o leche, dulces
de frutas, jaleas, topocho pasao, flan, quesillo, tortas y dele que son
pasteles.
En cuanto a la moda, el caqui era la
‘pinta’ por antonomasia; tanto para el diario como para fines escolares y la
brega, incluyendo a la policía. También
se confeccionaban prendas de Dacrón, Tafetan, Algodón, Muselina, Liencillo,
Popelina, Lana, Lino, Terciopelo y Raso (como el soldadito). Las alpargatas y
el sombrero ‘e cogollo dominaban la escena; se usaban ‘peloeguama’
checoslovacos, liquiliquis, camisas y guardacamisas, guayaberas y pantalones
‘brincacharcos’; a algunos les tocaban las ‘chivas’ y otros andaban con la ‘pata
pelá’. El Bikini había nacido, pero nada que ver; las féminas de vanguardia,
acicateadas por revistas y figurines, usaban los camisones y las faldas cuesta
abajo ’e la rodilla, por lo tanto ver un picón pertenecía al campo de los
procesos estocásticos, azarosos o de año por la cuaresma. También se veían estampados,
faralaos, fustanes, muchas cotas (pero pocos escotes), etc. En fin, se dejaba
mucho a la imaginación. Agregamos una breve reseña
relacionada con las infraestructuras que conformaban las sedes principales de la
actividad educativa, a saber: El Grupo Escolar “Narciso López Camacho” (Médico),
el Liceo “Víctor Manuel Ovalles” (Farmacéutico) que se ubicaba frente a la plaza
Bolívar y el “María Inmaculada”, colegio
de monjas, con
su cocina de inconfundible aroma.
En resumen, todo lo anterior significaba que la felicidad tenía algo más que sutil vigencia en la gente, y que los ayudaba a soportar con estoicismo las vicisitudes que les tocaba atravesar en su duro y humilde trajinar, en la búsqueda permanente de un futuro promisorio. Es por ello que traemos a colación la siguiente cita de Lucio Séneca: “Es feliz, por tanto, el que tiene un juicio recto; es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida.”. Ojalá que “las que quieran” no tenga nada que ver con apagones, cortes de agua, inseguridad, vandalismo, etc.; y que si “es amigo de lo que tiene” no sea víctima de “amigos de lo ajeno”, malamañosos, encantadores de serpiente, etc. ¡Pare de sufrir!
Del querido terruño permanecen latentes
en la memoria imágenes de tan lejano tiempo, en particular la astronómica, manifestada
en la curiosa observación del universo (esa entelequia infinita) y sus
radiaciones cósmicas en las noches de cielo despejado, reflexionando acerca de
dilemas existenciales (sintiéndose como gusano) y emulando al personaje del
“Grabado Flammarion”. Al concluir tales trances de honda meditación, creyendo ser
iluminado de los dioses (como algunos políticos demagogos de nuevo cuño) y haber
hallado el lugar en el que el
Cielo y la Tierra se encuentran, se oía, persistentemente, una voz
interior repitiendo burlona: “¿Ah sííí? ¡Yo te aviso, chirulí!”. ‘Abájense’ de
esa nube ‘cuños’ y ‘ajilen’ del codo al caño y más allá.
Cerrando este capítulo de lisonjera remembranza
(hasta aquí nos trajo el río), se manifiesta singular apego por la gente (la de
mayor popularidad merece crónica especial) y por las buenas costumbres del
llano tucupidense. Especial estima por los fajaos “de a caballo”, los “de armas
tomar”, los copleros ‘relancinos’ con su innata capacidad para el canto
improvisado, y por quienes cultivan la creatividad poética del calaboceño Lazo
Martí, el mismo de la “Silva Criolla”:
Has llegado mortal! Mira callado
Lo que llaman los hombres maravilla!
Adora este coloso encadenado
Que viene a suspirar
sobre la orilla!
En contraste, ha tocado mantener, con
tesón y esmero, desenfrenada lucha contra estorbosas limitaciones del intelecto,
así como, permanente búsqueda de la musa extraviada que permitiera, como dice
“La barca de oro” de Alejandro Vargas:
“cantarle a la tierra que me vio nacer”.
Así
y todo, se garrapatea esto con algo de audacia:
Ver a Tucupido la pasión desborda
Oler su dulce brisa que besa la cara
Beber la calma que su suelo adorna
Vibrar del alma cuando el sol aclara.
Pasear su calor
de intensa fragancia
Estrechar destellos con luces de vida
Florecer de afectos de lejana infancia
Brotar del aprecio por la gente amiga.
En caso de que, paradójicamente, el
dodecasílabo guste algo, entonces favor avisar para llenarse de entusiasmo y echarle
cacumen, agitar las agarrotadas fibras nerviosas del hemisferio derecho de la ‘mollera’
y tratar de aplicar algo de sensibilidad extereoceptiva (de algún lado saldrá) para
completar los versos de una canción. Luego nos pondremos en contacto con Isao Tomita,
para que se luzca poniéndole música acompañada de Fender Electronic Piano, Mellotron,
Moog Synthesizer, Roland Phase Shifter, Cítara con Barcus-Berry contact MIC
transducer, y utilizando la técnica de melodía de timbres ‘Klangfarbenmelodie’.
¡Majná!
Se hacen cincuenta y siete (57) ejemplares,
de un solo tenor y a un mismo efecto. Dado, sellado y firmado, de este lado del
páramo, a idénticas primaveras, el veintisiete (27) de Octubre del año de
gracia de dos mil ocho (2008).